Verano, Tango y Buenos Aires
Hay artículos que se escriben con un afán informativo: quienes escribimos damos algunos rodeos (si tenemos algo de voluntad literaria en la labor, algo de poesía encerrada en la esfera del devenir de la rutina), preparando más o menos el terreno para decir algo que queremos o necesitamos decir, que explica o describe o guía.
Es enteramente justo que así sea en las tareas periodísticas, y es mejor de hecho, porque nadie debería vivir a secas, es decir, nadie debería pasar el tiempo yendo en una dirección concreta sin tomar un desvío, sin disfrutar de los atajos que, además, la mayoría de las veces son los sabores más deliciosos del camino.
Como sea, esto lo digo para explicar por qué, esta vez, no hay nada específicamente concreto que busque informar, aunque a la vez lo sea todo.
Ahora mismo es una noche de enero y tango en Buenos Aires.
Y aunque sé que eso no signifique necesariamente algo para la mayoría de quienes estén leyendo esto (uno escribe para ser leído, no por una cuestión de cantidad sino por una de interlocución, de modo que creeré que al menos hay algunos), pero harías bien, lector imaginario, en creerme si digo que la combinación de las palabras “enero, tango y Buenos Aires”, es un cóctel (o cubata, ya que escribo para mi querida Barcelona) de lo más explosivo que puede encontrarse.
Ya he hablado de lo fuerte que puede ser el tango en Barcelona (y lo es, y se disfruta), pero nada jamás va a compararse con las noches porteñas de verano, en las que la ciudad decididamente explota de tango, un tango omnipresente y dictador, voluptuoso y engreído que, de todos modos, abraza a todo el mundo, como lo ha hecho siempre.
Hay una cadencia especial en las noches cálidas de las urbes en los meses de verano.
Recordemos, por supuesto, que aquí en el hemisferio sur enero es lo que en el norte es agosto, es decir, el mes del agobio, de las temperaturas disparadas a niveles estratosféricos, del cemento (aquí los madrileños me entenderán mejor, puesto que los afortunados de Barcelona tienen siempre allí al Mediterráneo, dionisíaco, para ir a implorarle placeres que, además, al final otorga), decía, enero aquí es el tiempo del cemento ardiente del verano, de la ciudad vacía porque se han ido todos a la playa.
Todos menos un grupo de gente, una tribu, un compendio de almas que durante todo el año se disemina por el mundo, de Europa a Asia, de USA a Centroamérica: el mundo del tango.
Porque (siempre un poco a contramano, siempre muy particular), mientras todo Buenos Aires se escapa a las costas, como en procesión hacia la meca todos los tangueros del planeta (los profesionales y los aficionados), se vuelcan a Buenos Aires en enero y en febrero, a disfrutar de las tardes en cueros y bermudas, y las noches de milongas mágicas, multitudinarias, faraónicas. Porque la ciudad deja de ser de los porteños y pasa a ser de los tangueros, y es así que cada noche en toda la ciudad un sinfín de milongas se reparten, en todos los barrios y de todos los estilos: milongas tradicionales y modernas, formales y algo hippies, para jóvenes o viejos.
Pero lo que es seguro, es que cada noche habrá varias opciones para cada tipo, y que es así que los acordes del tango se escuchan en las esquinas como el propio aire yerto parece negarse a hacerlo, es decir, presentándose en todo su esplendor y con sus mejores galas.
Los argentinos que viven en Europa llegan a pasar las fiesta y visitar a sus familias (todo argentino es, no lo olviden, un napolitano encubierto), y los europeos vienen a escapar de las nieves, tomar clases y disfrutar de las milongas.
Porque claro, lo que en sus respectivas ciudades ocurre durante todo el año a cuentagotas, esto es, los buenos maestros que, a veces y algunos, visitaron sus ciudades, los dj’s que podían rastrearse en las milongas de aquí o allá, y las orquestas (siempre las pobres orquestas, el corazón del tango, que se mueven poco porque cuestan mucho), de repente están todo acá, todos los maestros y todos los dj’s de tango y todos los músicos y todos los organizadores, lo de allá y los de acá, y cada noche es una celebración de la música, de la amistad y el encuentro, de nostalgias pasadas que volverán a ser más tarde, pero qué importa el más tarde, si al final todos los que bailan son un poco como el tango: sedientos del ahora inmediato, de una tanda más, de los siguientes 3 minutos.
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