¿Quién puede bailar tango?

En toda actividad hay una pregunta recurrente, un poco más aún cuando se trata de actividades físicas, que se realizan con el cuerpo: ¿quiénes pueden realizarla? ¿Puedo yo hacer eso que desde afuera parece tan complejo?

Esa es una sensación ambigua que aqueja a cualquier persona en cualquier ámbito, hablemos de CrossFit, de paracaidismo, de jugar al tenis o de bailar tango.

Aunque, por supuesto, lo que ahora nos interesa es esto último.

La verdad es que, creo, hay dos maneras de acercarse al tango.

La primera es viéndolo desde lejos de veras, es decir, desde la pantalla de cine o TV, algo que la mayoría habrá sentido en la legendaria performance de Al Pacino en “Perfume de Mujer”, o los más interesados habrán visto en el ciclo de Cinefilia Tanguera o en Tango de Saura, una peli que trata un poco más profundamente el tema, pero no deja de ser algo ficticio que llegó a estar nominado al Oscar y aconteció allá, a lo lejos, en una historia de ficción.

Más cercana es la posibilidad de cruzarse con el tango a través de un conocido, de un amigo o una amiga, de alguien que, extrañamente, desde que se involucró en eso extravagante llamado tango se volvió una especie de marciano o, peor aún, de apóstol del tango, y ya difícilmente viaje si no es para asistir a un festival de tango, difícilmente hable de nada que no sea tango, difícilmente gaste un centavo que no sea para tomar clases y asistir a eventos de tango.

Estos últimos son los curiosos más afortunados, porque verán al tango cara a cara, es decir, tarde o temprano acompañarán a ese amigo o amiga a una milonga y verá a esa tribu variopinta bailando en un salón, dando vueltas todos muy sincronizados para el mismo lado, con reglas específicas para invitarse y, principalmente, realizando una cantidad inverosímil de pasos que parecerán imposibles, extraordinarios, un milagro.

¿Cómo es posible que apenas moviendo imperceptiblemente el cuerpo o el brazo, ese hombre y esa mujer se entiendan y decodifiquen entre ellos, y puedan hacer todos esos firuletes?

Hasta que uno no se abraza, no se involucra, no lo intenta, el tango parecerá de lo más difícil, tanto que, hasta que uno no lo baila, probablemente parecerá imposible que alguna vez lleguemos a entenderlo.

Porque es verdad que hay una larga serie de normas implícitas en el ritual de una milonga, de ir  a bailarla, de invitar y aceptar a alguien para hacerlo; es verdad que hay que aprender (a veces con facilidad, a veces arduamente) cómo es que entre uno y otro (en otro tiempo hubiese dicho entre el hombre y la mujer, pero el tango Queer está ya entre nosotros y goza de una salud de hierro), decía, cómo es que entre uno y otro pueden abrazarse sin ir más allá de eso, sin que necesariamente implique ningún tipo de seducción sensual, pero a la vez y a pesar de esa distancia decodificarse uno a otro, entenderse tanto que un simple movimiento es una invitación o una proposición a un paso, a un paseo o a un encuentro.

Y eso es lo que termina siendo más hermoso del tango, si se me permite el exagerado adjetivo calificativo para una nada exagerada experiencia: que no hace falta más que animarse, lanzarse a tomar una clase, sentirlo entre los brazos. Todo eso que parecía tan lejano y ajeno, de pronto, como si un milagro aconteciese, pasa a estar ahí, frente a uno, parte inmanente al caminar o abrazar.

Y al final la respuesta a la pregunta de quienes pueden bailar tango, termina siendo una sorpresa y un alivio, porque el tango no se trata de correr, ni de ser ágil, ni de ser joven, ni de ser talentoso.

El tango sólo se trata de ser, y pueden bailarlo seres de todas las edades, todos los tamaños, todas las inclinaciones sexuales, todas las religiones, ideologías, clases sociales o capacidades físicas.

Porque el tango, señores, es lo más democrático y humano que pueda regalar el arte: el tango es de y para todos.

 

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